A principios de la década de 2000 —mucho antes de mis días en Terra Explorer Perú— mi entusiasta padre cuadragenario trabajaba para ONGs financiadas por filántropos europeos tratando de acelerar la movilidad social en las relegadas comunidades rurales de los Andes peruanos. Y, cada verano, mi hermana Lu y yo hacíamos nuestras maletas para mudarnos a cual fuera el caserío o pueblo en el que mi papá estuviera instalado en ese momento.
Recuerdo vivamente la ausencia de Coca-Cola en las bodegas de la zona. Los cereales matutinos estaban ausentes. Los campesinos y pastores de esos lares vivían ajenos a los rostros eternamente sonrientes de la publicidad que nos empujaban a nosotros, los citadinos, hacia la rueda de hámster del consumismo perfectamente empaquetado. Y sin embargo, las ollas allí nunca estaban vacías. Siempre se podía confiar en que los lugareños tuvieran generosas raciones de quinoa, cordero, maíz, papas —estas últimas, en un sinfín de formas, y tamaños, y colores—. Sí, colores.
Es imposible precisar la primera vez que probé una papa morada. Estos llamativos tubérculos almidonados simplemente eran parte de mi dieta cuando iba en viajes familiares con papá. Hasta donde yo sabía a los siete años, eran lo que la gente comía. Nunca le di más vueltas. Nunca repasé esos años con nada más que cariño.
Y así fue hasta que un día, con la llegada de la pubertad y la era de Internet tal y como la conocemos, hice un descubrimiento tan hilarante como desconcertante: virtualmente nadie se había topado con alguna papa morada en su vida. De hecho, para muchos sólo existía un tipo de papa. Pero lo que me inflamó más fue la creencia común y errónea (sobre todo entre angloparlantes) de que las papas son originarias de… ¿Irlanda? ¿Acaso la gente ignora tanto la historia colonial?, ¿acaso no saben nada de Colón y de la civilización inca?, me preguntaba mientras el estupor consumía cada uno de mis pensamientos. Caí en la cuenta: soy uno de los pocos afortunados que ha probado papas púrpura.
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Mientras cuestionaba mis experiencias culinarias infrecuentes, la cocina peruana ya devenía, a todo vapor, en el fenómeno que es hoy. Los chefs y gastrónomos en Lima recurrieron a su propia tierra en una magistral apuesta por su historia ecléctica y sus arraigadas tradiciones como insumos. Y personajes como Mitsuharu Tsumura y Virgilio Martínez (al frente de los célebres restaurantes Maido y Central) se alzaron a la cumbre del escalafón gastronómico internacional.
Con la vista puesta en los ingredientes más antiguos, Virgilio intuyó el valor de propulsar junto a él a aquellos que reunían ese saber agrícola ancestral. Hay que ser un genio para reconocer a un genio. Y así, Manuel Choqque, un revolucionario ingeniero agrónomo, y Virgilio Martínez, el chef más célebre de Perú, terminaron siendo inseparables.
Justo el año pasado, 2021, The World’s 50 Best lo premió como una de las cincuenta personas que «están dando forma al futuro de la gastronomía«. Este logro no debe ser subestimado, ya que la historia de Manuel es tan inspiradora como excepcional.
Hace 34 años, Manuel Choqque nació en Chincheros, una remota comunidad agrícola anidada en las montañas del Valle Sagrado. Como sus predecesores, creció entre campos de cultivo, cosechando patatas, mashua y oca. En aquel entonces, y hasta el día de hoy, los mercados empujaban a muchos agricultores, como su familia, hacia la homogeneización de las papas: cuanto más grandes y blancas, mejor. Él siempre se preguntó si podría cambiar eso.
El joven Manuel creció decidido a estudiar en la Facultad de Derecho de la Universidad San Antonio Abad de Cusco. Históricamente, ser abogado ha sido una vía segura para muchos chicos y chicas intentando salir de la pobreza sistémica que azota a muchas comunidades de los Andes.
Pero un día, por simple casualidad —o causalidad— mientras asistía a una academia de formación para el examen de ingreso a la universidad, se tropezó con una clase de botánica. Fue entonces cuando desveló que el conocimiento en el que estuvo inmerso toda su vida era tan merecedor de un título universitario como cualquier otra rama del saber. «El campo me hablaba», rememora Manuel. Fue un punto de inflexión. Una especie de metanoia. Vivificado, Manuel se volcó en la ingeniería agrícola como su verdadera pasión. Obtuvo la cuarta mejor calificación en el examen de admisión.
Después de graduarse, trabajó cuatro años para el gobierno peruano, pero su mente vibrante nunca se alejó de los campos de su tierra y de ese sueño suyo de convertir la miríada de papas nativas menospreciadas en productos estrella. Su inquebrantable determinación le obligó a dar un enorme salto de fe. En 2016, renunció a la jornada de nueve a cinco para hacer realidad su visión pionera que desafiaría toda noción sobre las papas.
Surcó los Andes recogiendo hasta el último tubérculo que la maquinaria de la oferta y la demanda había dejado atrás. Construyó la más extensa y documentada colección de cientos de papas y las refinó hasta convertirlas en los más exóticos manjares. Perfeccionó sabores, texturas, colores y se dirigió a una industria culinaria poco apreciativa. Llamó a decenas de puertas, una de ellas, el nuevo restaurante Mil de Virgilio Martínez en Maras, Cusco. Sus valores en torno a los ingredientes no podían estar más alineados. Estaban destinados a conocerse.
«No estamos hablando de un productor corriente. Su trabajo es muy revolucionario. Es llevar la papa a otro nivel. Es llevar la oca y la mashua a otro nivel. Y lo está logrando», Virgilio Martínez.
En el 2022, Manuel Choqque aún no es un nombre celebrado por las masas; pero su trabajo ya ha captado la atención y la admiración de las élites culinarias. Las papas perfectamente moradas y azules componen su obra más conocida. Y renombrados chefs y gastrónomos respaldan sus esfuerzos científicos y agrícolas.
Pero el imaginario de Manuel está en permanente evolución, al igual que su trabajo. Mientras investigaba la oca (otro tubérculo andino), midió niveles de azúcares suficientes para fermentarlas y convertirlas en bebidas alcohólicas. Tras dos años de pruebas, lanzó el primer vino de oca de la historia, Miskioca. Ahora, él y su familia producen vinos rosados, blancos, tintos y naranjas.
Cada botella de Miskioka se fermenta durante al menos seis meses y luego reposa durante 60 días antes de servirse en Central y Mil. «Manuel está demostrando que [las papas] són más que simples carbohidratos, sino una parte esencial de las tradiciones y cultura peruana, que debe ser honrada y celebrada», concluye The World’s 50 Best.
Manuel Choqque ha fascinado a muchos, yo soy uno de ellos. Y su mente prodigiosa sólo se ve exacerbada por su espíritu afable. Él y su hospitalaria familia forman ahora parte de la red de expertos de Terra Explorer. Ahora podemos llevar a viajeros de todo el mundo a su finca, un lugar que hace las veces de laboratorio para esta iniciativa magistral. Este es el destino perfecto para cualquier entusiasta del turismo comunitario y de atípicas experiencias gastronómicas cerca a Cusco.
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