Casualmente —o por mera colonización— los ideales arquitectónicos actuales emanan de las escuelas de pensamiento occidentales, concretamente de la Bauhaus, que profetiza que la forma y la función son el «E=mc2» de todas las cosas del diseño. Siempre me ha inquietado cómo la mayoría de las facultades de arquitectura dejan de lado otras tradiciones, técnicas e imágenes en favor de los valores supuestamente superiores de la escuela de Gropius. Y así, al viajar a Perú, esta reexaminación de la academia de diseño devino en una pregunta concreta: ¿Qué podríamos aprender de los arquitectos incas?
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Merece la pena visitar el Museo Larco o MALI (Museo de Arte de Lima) para recoger una visión general del diseño y su historia en Perú. Allí se descubre que la ciudad más antigua de América fue en su día una vibrante metrópolis en la costa de Perú (Caral, por si te interesa googlear más) hace cinco mil años. Con todo este conocimiento acumulado, docenas de civilizaciones posteriores desarrollaron sus propias sensibilidades estéticas, cada una con un acercamiento diferente a los materiales, el uso del espacio, la decoración y la función.
Así, la arquitectura inca no representa necesariamente la sumatoria de sus predecesores; en cierto modo, su estilo fue una de las muchas expresiones concebidas en el Perú precolombino.
Pero volvamos a nuestra pregunta inicial: ¿Qué podemos aprender del trazo de los arquitectos incas? Bueno, probablemente podríamos hablar largo y tendido sobre el sistema hidráulico que impulsaba las «duchas» de Machu Picchu, su inmaculado trabajo de albañilería sin mortero o de la compleja red de caminos que amarraba al mayor imperio de América. Pero, dado el actual anhelo ecológico de los arquitectos de hoy, quiero que nos adentremos en la forma en que los edificios incaicos se entremezclan con la naturaleza en lugar de separarse de ella, y para ello debemos entender sus terrazas.
Si los romanos perfeccionaron el arco, los incas perfeccionaron los andenes. Y, en contra de la creencia popular, eran más que meros dispositivos agrícolas. Fueron un elemento fundamental en el catálogo arquitectónico inca, uno en el que el paisajismo y la ingeniería civil se entrelazan para proporcionar edificios con cimientos sólidos y terrenos nivelados capaces de soportar desprendimientos de tierra y una de las temporadas de lluvias más feroces. Y la prueba está en el pudín: incluso después de quinientos años de abandono, estas estructuras han perdurado intactas.
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Dejando a un lado la ingeniería y volviendo a la charla de diseño, estos andenes me cautivan por lo que puede reducirse a dos premisas. La primera es cómo las terrazas servían de jardines verticales utilitarios —repito, jardines utilitarios—. Y la segunda, cómo se trazaron aprovechando los rasgos geológicos ya presentes. No engulleron el entorno, sino que lo imitaron y lo capitalizaron. En cierto modo, los arquitectos incas no consideraban la naturaleza como la némesis de lo hecho por el hombre, sino como un socio en el proceso de diseño.
Así, las ciudadelas, los templos y los monumentos se esculpían en concordancia con el paisaje ya presente. Las montañas eran, por su propia naturaleza, majestuosas, estéticamente gratificantes y merecedoras de adoración. Su religión politeísta no era otra cosa que la adoración de la naturaleza: El Sol (Inti), la Luna (Quilla), la Madre Tierra (Pachamama) y la Madre Océano (Qochamama), eran algunas de las deidades en el panteón inca. Así, por extensión, la arquitectura desarrolló una relación armoniosa con el entorno. ¿Y no es ésta la razón de la belleza etérea de Machu Picchu?
Nosotros, en Occidente, apenas estamos descubriendo los poderes restauradores de la Madre Tierra. Nuestra psique no es ajena a la naturaleza; somos uno con ella. En todo caso, nuestros esfuerzos arquitectónicos deberían reflejar eso. Y si nos sumergimos en el diseño sostenible y con abundancia de follaje, quizá podríamos tomar una o dos lecciones de la civilización inca.
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